LA IMPARCIALIDAD JUDICIAL
Y
LA FUNCIÓN DEL JUEZ EN EL PROCESO CIVIL
Adolfo Alvarado Velloso
Latinoamérica no está conforme con su sistema de justicia. Hay descontento generalizado en la gente y existe recurrente sensación de perpetuo desamparo en el hombre común que sufre la injusticia desde antaño.
El legislador procesal de nuestros países no encuentra solución alguna que ponga fin al problema, pues se concreta a hacer continuas modificaciones a los regímenes vigentes en América que, a la postre, son siempre más de lo mismo, pues toda reforma pasa por hacer más autoritaria la actuación de los jueces, más restringida la defensa de los derechos de los particulares, más exiguos los plazos procesales para las partes, más angustiosa la labor abogadil, más creaciones procedimentales que se convierten en verdaderas trampas para los litigantes, etc.
A mi juicio, esto ocurre pues no se ha logrado realizar hasta ahora un diagnóstico auténtico y serio del gravísimo problema que nos aqueja y, por ende, aún estamos buscando soluciones que creo nos hallamos lejos de encontrar.
1 Resumen de la conferencia a pronunciar en el Congreso Nacional de Derecho Procesal “Homenaje al Dr. Román J. Duque Corredor” en el Centro Insular de Estudios de Derecho,
Porlamar, 18 de abril de 2008.
2 Profesor de Teoría General del Proceso. Presidente del instituto Panamericano de Derecho
Procesal.
Como forma de brindar algún paliativo eficiente a tanto descontento, muchos jueces en América han comenzado a apartarse de la ley –en rigor, del orden jurídico imperante– produciendo con ello una profunda grieta en la jurisprudencia, que muestra hoy la existencia de variadas decisiones asistémicas. Y todo ello, en pos de una difusa meta justiciera que quiere lograrse al amparo de nuevas ideas filosóficas que pregonan la existencia de un posmodernismo judicial que aconseja superar a cualquier precio la endémica ineficiencia
del proceso.
De ahí que cierta doctrina actual propone con insistencia abandonar para siempre el método de debate conocido como proceso y suplantarlo con la mera sagacidad, sapiencia, dedicación y honestidad de la persona del juez, a quien cabe entregar toda la potestad de lograr autoritariamente esa justicia
dentro de los márgenes de su pura y absoluta subjetividad. Con esta base, muchos jueces pregonan la necesidad de resolver de inmediato toda suerte de litigio, con abandono de la previa y necesaria posibilidad
de discusión. Ello –conocido en la sociología tribunalicia como decisionismo judicial– ha hecho retroceder a la civilidad varios siglos en las conquistas constitucionales.
Para evitar esa disvalía, creo que lo que corresponde hacer es un diagnóstico que remarque y apunte que la raíz matriz del problema se encuentra en el sistema mismo de enjuiciamiento –el inquisitivo– aplicado por los jueces en su tarea de hacer justicia mediante el hallazgo de la verdad real en cada caso concreto. Y, además, proclamar la necesidad de alejarse rápidamente de él y, con ello, evitar sus miasmas y calamidades, que han azotado a América durante más de quinientos años. Esto es lo que está haciéndose – precisamente– en materia penal en importante número de países que han adoptado el sistema acusatorio de enjuiciamiento.
Para ello, lo primero será advertir que el proceso sólo es medio pacífico de debate –y no método de investigación –como se lo ve hoy en la mayoría de nuestros países– y que la función primordial de los jueces es procurar y asegurar la paz social. Y no otra. La tarea no es sencilla. Hay que fijar nuevos paradigmas, cambiar el modo de pensar el derecho que exhiben jueces y abogados, privilegiar –y acatar– la Constitución por sobre la ley procesal, entender que todo lo atinente al valor justicia es de carácter relativo y que la búsqueda de la verdad –que tanto preocupa hoy a nuestros jueces– es problema que no interesa primordialmente al Derecho, cuya finalidad primaria es lograr y mantener la paz de los hombres que conviven en un tiempo y lugar determinados.
Toda explicación del tema debe pasar por una obligada referencia inicial a la causa del proceso: el conflicto intersubjetivo de intereses.
En esa tarea, creo que es fácil de imaginar que un hombre viviendo en soledad (Robinson Crusoe en su isla, por ejemplo) tiene al alcance de la mano y a su absoluta disposición todo bien de la vida suficiente para satisfacer sus necesidades. En tales condiciones es imposible que él pueda, siquiera, concebir la idea que actualmente se tiene del Derecho.
Fácil es también de colegir que este estado de cosas no puede presentarse permanentemente en el curso de la historia; cuando el hombre supera su estado de soledad y comienza a vivir en sociedad (en rigor, cuando deja simplemente de vivir para comenzar a convivir), aparece ante él la idea de conflicto: un mismo bien de la vida, que no puede o no quiere compartir, sirve para satisfacer el interés de otro u otros de los convivientes y, de tal modo, varios lo quieren contemporánea y excluyentemente para sí con demérito de
los apetitos o aspiraciones de alguno de ellos.
Surge de esto una noción primaria de obvia recurrencia en el plano de la realidad social: cuando un individuo (coasociado) quiere para sí y con exclusividad un bien determinado, intenta implícita o expresamente someter a su propia voluntad una o varias voluntades ajenas (de otro u otros coasociados): a esto le asigno el nombre de pretensión.
Si una pretensión es inicialmente satisfecha (porque frente al requerimiento "¡dame!" se recibe como respuesta "te doy"), el estado de convivencia armónica y pacífica que debe imperar en la sociedad permanece incólume. Y en este supuesto no se necesita el Derecho. Pero si no se satisface (porque frente al requerimiento "¡dame!" la respuesta es "no te doy") resulta que a la pretensión se le opone una resistencia, que puede consistir tanto en un discutir cuanto en un no acatar o en un no cumplir un mandato vigente. El fenómeno de coexistencia de una pretensión y de una resistencia acerca de un mismo bien en el plano de la realidad social, recibe la denominación de conflicto intersubjetivo de intereses. Como es obvio, el estado de conflicto genera variados y graves problemas de convivencia que es imprescindible superar para resguardar la subsistencia misma del grupo.
De ahí que se haya procurado desde siempre buscar sus posibles soluciones. Parece razonable imaginar que en los primeros tiempos se terminaba sólo por el uso de la fuerza: el más fuerte, el que ostentaba armas, el más veloz, hacía prevalecer su voluntad sobre el débil, el indefenso, el lento. Si se imagina un dibujo esquemático de esta solución cabe verlo, simplemente, como uno contra otro: dos, antagónicos y naturalmente desiguales, en lucha en la cual ganará invariablemente el que tenga más fuerza.
Y esta solución es disvaliosa pues el uso indiscriminado de la fuerza no asistida por la razón genera destrucción. En algún momento de la historia se trocó el uso de la fuerza por el uso de la razón. Y ello generó el diálogo, que posibilitó la autocomposición y, con ella, las variadas formas imaginables para terminar un conflicto.
Cuando la autocomposición no se logró, la civilidad otorgó, como alternativa final para evitar la justicia por mano propia, la posibilidad de ocurrir al proceso público Si se imagina ahora un dibujo esquemático de esta solución, habrá que verlo así: dos antagónicos y desiguales dialogando ante un tercero que los iguala jurídicamente en el debate a raíz de las calidades que debe exhibir en todo tiempo: impartialidad, imparcialidad e independencia. Si la idea de proceso se vincula histórica y lógicamente con la necesidad de
organizar un método de debate dialogal y se recuerda por qué fue menester ello, surge claro que la razón de ser del proceso no puede ser otra que la erradicación de la fuerza ilegítima en el grupo social, para asegurar el mantenimiento de la paz y de normas adecuadas de convivencia. Así concebido, debo remarcar que el proceso no es meta a cumplir o lograr sino, en cambio, es método para llegar a una meta.
De tal forma, se presenta lógicamente como un instrumento neutro para la consecución de su objeto: la sentencia.
Por eso es que el mejor intento de hacer justicia en un caso concreto no puede vulnerar el método mismo de la discusión. De así hacerlo y, a raíz de ello, un juzgador privilegiare la obtención de la meta por sobre la legitimidad del método, estaría dando razón postrera a Maquiavelo: el fin justifica los medios. El método procesal consiste en una secuencia o serie invariable de actos que se desenvuelven progresivamente y están dirigidos a obtener la resolución de un litigio mediante un acto de autoridad.
Lo más importante de recalcar acerca de la serie es que, con ella, el juez puede igualar jurídicamente a quienes son naturalmente desiguales.
Y para ello, cualquier normación del método debe estar orientada por dos principios cardinales de irrestricta vigencia: la igualdad de las partes y la imparcialidad del juzgador.
Si ellos no se respetan en cualquiera y en todo caso, se estará frente a un proceso aparente y no ante uno verdadero que, en su esencia, exige la concurrencia de esos principios verdaderamente cardinales que hacen a la idea misma y lógica del proceso.
1) El principio de igualdad de las partes
Esencialmente, todo proceso supone la presencia de dos sujetos (carácter dual del concepto de parte) que mantienen posiciones antagónicas respecto de una misma cuestión (pretensión y resistencia). Tan importante es esto que todas las constituciones del mundo consagran de modo expreso el derecho de igualdad ante la ley, prohibiendo contemporáneamente algunas situaciones que implican clara desigualdad: prerrogativas de sangre y de nacimiento, etc. En el campo del proceso, igualdad significa paridad de oportunidades y de audiencia; de tal modo, las normas que regulan la actividad de una de las partes antagónicas no pueden constituir, respecto de la otra, una situación de ventaja o de privilegio, ni el juez puede dejar de dar un tratamiento similar a ambos contendientes. La consecuencia natural de este principio es la regla de la bilateralidad o contradicción: cada parte tiene el irrestricto derecho de ser oída respecto de lo afirmado y confirmado por la otra. En otras palabras: igualdad de ocasiones de instancias de las partes.
2) El principio de imparcialidad del juzgador
De tanta importancia como el anterior es éste, que indica que el tercero que actúa en calidad de autoridad para procesar y sentenciar el litigio debe ostentar claramente ese carácter: para ello, no ha de estar colocado en la posición de parte (impartialidad) ya que nadie puede ser actor o acusador y juez al mismo tiempo; debe carecer de todo interés subjetivo en la solución del litigio (imparcialidad) y debe poder actuar sin subordinación jerárquica respecto de las dos partes (independencia). Esto que se presenta como obvio —y lo es— no aparece como tal a poco que se quiera estudiar el tema en las obras generales de la asignatura. Se verá en ellas que, al igual que lo que acaece con el concepto de debido proceso, la mayoría se maneja por aproximación y nadie lo define en términos positivos. En realidad, creo que todos -particularmente los magistrados judiciales-sobreentienden tácitamente el concepto de imparcialidad pero-otra vez- nadie afirma en qué consiste con precisión y sin dudas. Por eso es que se dice despreocupada -y erróneamente- que los jueces del sistema inquisitivo pueden ser y de hecho son imparciales en los procesos en los cuales actúan.
Pero hay algo más: la palabra imparcialidad significa varias cosas más que son diferentes a la falta de interés que comúnmente se menciona en orden a definir la cotidiana labor de un juez.
Por ejemplo, exige una definitiva
• ausencia de prejuicios de todo tipo (particularmente raciales o religiosos) respecto de las partes litigantes y del objeto litigioso,
• e independencia de cualquier opinión y, consecuentemente, tener oídos sordos ante sugerencia o persuasión de parte interesada que pueda influir en su ánimo,
• y no identificación con alguna ideología determinada,
• y completa ajenidad frente a la posibilidad de dádiva o soborno,
• y a la influencia de la amistad, del odio, de un sentimiento caritativo, de la haraganería, de los deseos de lucimiento personal, de la figuración periodística, etcétera.
• Y también es no involucrarse personal ni emocionalmente en el meollo del asunto litigioso
• y evitar toda participación en la investigación de los hechos o en la formación de los elementos de convicción
• así como de fallar según su propio conocimiento privado del asunto.
Si bien se miran estas cualidades definitorias del vocablo, la tarea de ser imparcial es asaz difícil pues exige absoluta y aséptica neutralidad, que debe ser practicada en todo supuesto justiciable con todas las calidades que el vocablo involucra.
* * *
El diseño triangular del proceso que imaginó la civilidad auténtica para lograr la paz de los pueblos y que rigió desde que la razón de la fuerza fue trocada por la fuerza de la razón, con un juez que aseguraba la igualdad de los parciales con su propia imparcialidad, cambió por contingentes razones políticas que no han sido superadas hasta hoy.
Sabido es que, a raíz de lo actuado en el Concilio de Letrán (1215), se inauguró una organización que se dedicó a la búsqueda de pecadores (la llamada Inquisición episcopal) y que luego se impuso la meta de descubrir delitos eclesiales (la llamada Inquisición papal o Inquisición medieval) para terminar investigando delitos seglares (mediante la conocida como Inquisición española). Y con ello se generó un nuevo método de enjuiciamiento –por supuesto, penal– muy alejado en su estructura de aquél que la pacificación de los pueblos supo conquistar y que ya presenté con una figura triangular que siguió practicándose para todo lo que no fuera delito.
Porque ese método era practicado por una organización conocida como Inquisición, pasó a la historia con el nombre de método inquisitorio (opuesto a acusatorio) o inquisitivo (opuesto a dispositivo). Y así se lo conoce hasta hoy como sistema de enjuiciamiento.
Veamos ahora en qué consistía en la antigüedad al igual que lo es al día de hoy.
El propio pretendiente, convertido ahora en acusador de alguien (a quien seguiré llamando resistente para mantener la sinonimia de los vocablos utilizados) le imputaba la comisión de un delito.
Y esa imputación –he aquí la perversa novedad del sistema– la hacía ante él mismo (atención: no ante un tercero) como encargado de juzgarla oportunamente. Por cierto, si el acusador era quien afirmaba (comenzando así con el desarrollo de la serie) resultaba elemental que sería el encargado de probarla. Sólo que –otra vez– por sí y ante sí, para poder juzgar luego la imputación después de haberse convencido de la verdad de la propia imputación...
Por obvias razones, este método de enjuiciamiento no podía hacerse en público.
De allí que las características propias del método eran:
• el juicio se hacía por escrito y en absoluto secreto;
• el juez era la misma persona que el acusador y, por tanto, el que iniciaba los procedimientos, bien porque a él mismo se le ocurría o porque admitía una denuncia nominada o anónima;
• como el mismo acusador debía juzgar su propia acusación, a fin de no tener cargos de conciencia (que, a su turno, también debía confesar para no vivir en pecado) buscó denodadamente la prueba de sus afirmaciones, tratando por todos los medios de que el resultado coincidiera estrictamente con lo imaginado por él como acaecido en el plano de la realidad social;
• para ello, comenzó entonces la búsqueda de la verdad real;
• y se creyó que sólo era factible encontrarla por medio de la confesión; de ahí que ella se convirtió en la reina de las pruebas (la probatio probatissima);
• y para ayudar a lograrla, se instrumentó y reguló minuciosamente la tortura.
Como se ve, método radicalmente diferente al que imperó en la historia de la
sociedad civilizada. Si ahora debo presentar una figura que represente la verdadera estructura de este método de juzgamiento, volveré a utilizar la misma flecha que antes, sólo que ahora el dibujo es diferente: el pretendiente se encuentra arriba y elresistente abajo, mostrando a dos antagónicos y desiguales, con desigualdad notoriamente acentuada pues el pretendiente es nada menos que el juzgador.
Si se analiza con detenimiento este diseño, se advertirá que la idea de opresión aparece asaz clara, tanta es la desigualdad entre pretendiente y resistente, producto de hacer coincidir en una misma persona los papeles de acusador y juzgador.
Las prácticas del método fueron adoptadas por el mayor absolutismo europeo del Siglo XIX y por los grandes movimientos autoritarios que generaron dictaduras que no deben ser olvidadas: Hitler, Mussolini, Stalin.
Paralelamente a lo recién narrado, y a raíz de la notable influencia que tuvo en el mundo la Carta Magna de 1215 y, luego, la Revolución Francesa de 1789, el vasto y notable movimiento constitucionalista que se afincó en el mundo a comienzos del siglo XIX generó el concepto aún no debidamente elaborado de debido proceso como un claro derecho constitucional de todo particular y como un deber de irrestricto cumplimiento por la autoridad.
El sintagma lució novedoso en su época pues, no obstante que la estructura interna del proceso aparece natural y lógicamente en el curso de la historia con antelación a toda idea de Constitución, las cartas políticas del continente no incluyen ―en su mayoría― la adjetivación debido, concretándose en cada caso a asegurar la inviolabilidad de la defensa en juicio o un procedimiento racional y justo.
Más acá de la Carta Magna, el origen generalmente aceptado de la palabra debido se halla en la Quinta Enmienda de la Constitución de los Estados
Unidos de América, al establecer los derechos de todo ciudadano en las causas penales.
Al igual que las de otros países, la Constitución argentina ―cual la chilena― no menciona la adjetivación debido.
Tal vez por esa razón o por la imprecisión terminológica que sistemáticamente emplean los autores que estudian el tema, la doctrina en general se ha abstenido de definir en forma positiva al debido proceso, haciéndolo
siempre negativamente: y así, se dice que no es debido proceso legal aquel en el cual –por ejemplo– se ha restringido el derecho de defensa o por una circunstancia u otra. Esto se ve a menudo en la doctrina que surge de la jurisprudencia de nuestros máximos tribunales.
Veamos ahora la descripción del sistema acusatorio: es un método bilateral en el cual dos sujetos naturalmente desiguales discuten pacíficamente en igualdad jurídica asegurada por un tercero imparcial que actúa al efecto en carácter de autoridad, dirigiendo y regulando el debate para, llegado el caso, sentenciar la pretensión discutida.
Es valor entendido por la doctrina mayoritaria que un proceso se enrola en el sistema dispositivo cuando las partes son dueñas absolutas del impulso procesal y son las que fijan los términos exactos del litigio a resolver afirmando y reconociendo o negando los hechos presentados a juzgamiento, las que aportan el material necesario para probar las afirmaciones, las que pueden ponerle fin al pleito en la oportunidad y por los medios que deseen.
Tal cual se ve, prima en la especie una filosofía absolutamente liberal que tiene al propio particular como centro y destinatario del sistema.
Como natural consecuencia de ello, el juez actuante en el litigio carece de todo poder para impulsar el desarrollo del proceso, debe aceptar como ciertos los hechos admitidos por las partes así como conformarse con los medios probatorios que ellas aporten y debe resolver ajustándose estrictamente a lo que es materia de controversia en función de lo que fue afirmado, negadoy probado en las etapas respectivas.
Este antiguo sistema de procesamiento es el único que se adecua cabalmente con la idea lógica que ya se ha dado del proceso, como fenómeno jurídico irrepetible que une a tres sujetos en una relación dinámica.
Para la mejor comprensión del tema en estudio, cabe recordar que el sistema dispositivo (en lo civil) o acusatorio (en lo penal), se presenta históricamente con los siguientes rasgos caracterizadores:
• el proceso sólo puede ser iniciado por el particular interesado. Nunca por el juez;
• el impulso procesal sólo es dado por las partes. Nunca por el juez;
• el juicio es público salvo casos excepcionales;
• existe paridad absoluta de derechos e igualdad de instancias entre actor (o acusador) y demandado (o reo)
• y el juez es un tercero que, como tal, es impartial (no parte), imparcial (no interesado personalmente en el resultado del litigio) e independiente (no recibe órdenes) de cada uno de los contradictores. Por tanto, el juez es persona distinta de la del acusador;
• no preocupa ni interesa al juez la búsqueda denodada y a todo trance de la verdad real sino que, mucho más modesta pero realistamente, procura lograr el mantenimiento de la paz social fijando hechos litigiosos para adecuar a ellos una norma jurídica, tutelando así el cumplimiento efectivo del mandato de la ley. Por tanto, no se ocupa de probar hechos litigiosos;
• nadie intenta lograr la confesión del demandado o imputado, pues su declaración es un medio de defensa y no de prueba, por lo que se prohíbe su provocación (absolución de posiciones o declaración indagatoria);
• correlativamente exige que, cuando la parte desea declarar espontáneamente, lo haga sin mentir. Por tanto, castiga la falacia;
• se prohíbe la tortura;
• el imputado sabe siempre de qué se lo acusa
• y quién lo acusa
• y quiénes son los testigos de cargo;
• etcétera.
A mi juicio, todo ello muestra en su máximo grado la garantía de la plena libertad civil para el demandado (o reo).
* * *
Como se ha visto antes, la figura central del sistema inquisitivo es el propio Estado (el juez), lo que revela por sí solo su carácter totalitario.
En cambio, el eje central del sistema dispositivo es el hombre actuando en calidad de litigante.
Existe así claro divorcio entre Constitución (que mira hacia un método acusatorio) y Ley (que lo hace hacia un método inquisitivo). Tanto es así que, para terminar, debo recordar que todos los gobiernos autoritarios que hubo en la Argentina desde el año de 1930 hasta el de 1983, derogaron la Constitución nacional o la subordinaron a Reglamentos y Estatutos Revolucionarios.
Paradójicamente, en cambio, todos ellos mantuvieron vigentes las leyes procedimentales que toleraban sus actuaciones autoritarias.
La aceptación que se haga respecto de la existencia de ese divorcio entre ley y Constitución llevará de la mano a un corolario elemental forzoso: si la primera consagra un método de juzgamiento y la segunda —ley superior— otro, la ley procesal es francamente inconstitucional.
De ahí que haya que efectuar notable replanteo de los conceptos que actualmente manejamos acerca del sintagma imparcialidad judicial y, particularmente, cuando lo aplicamos a la actividad probatoria.
COROLARIO
De lo expuesto cabe concluir en que, para ser coherentes con las afirmaciones expuestas precedentemente, debe aceptarse sin más que:
1) Jurídicamente, el proceso es sólo un método de debate que, para su eficaz desarrollo con miras a obtener resultados constitucionalmente legítimos, debe sujetarse durante todo su curso a la presencia de dos principios de vigencia irrestricta: a) la igualdad de los parciales y b) la imparcialidad del juzgador.
2) El único método de enjuiciamiento que responde a estos parámetros es el conocido como acusatorio o dispositivo, en el cual cada uno de los sujetos procesales cumple la tarea asignada por la ley sin poder subrogar de modo alguno la que corresponde a los otros.
3) La imparcialidad del juzgador es lo que asegura la igualdad de los parciales; por ende, la idea expresada debe ser entendida como la sumatoria de tres cualidades esenciales: impartialidad, imparcialidad e independencia.
4) La vigencia de la calidad referida a la impartialidad del juzgador hace que él deba abstenerse de realizar de cualquier forma las tareas propias de las partes litigantes: pretender, afirmar hechos litigiosos, introducir nuevas cuestiones luego de trabada la litis y probar oficiosamente los hechos alegados por ellas, cuya existencia improbada no puede ser suplida por el conocimiento personal que el juez tenga del asunto a fallar.
5) A consecuencia de ello —y en caso de carencia de prueba convictiva— el juez debe fallar conforme lo indican las reglas de la carga probatoria, de aplicación objetiva, y sin necesidad de involucrarse en el problema por justa que le parezca la solución a darle.
ADOLFO ALVARADO VELLOSO
No hay comentarios:
Publicar un comentario