lunes, 16 de febrero de 2015

ELEGÍA PARA TI Y PARA MÍ


I

Yo seguiré soñando mientras pasa la vida,
y tú te irás borrando lentamente en mi sueño.

Un año y otro año caerán como hojas secas
de las ramas del árbol milenario del tiempo,

y tu sonrisa, llena de claridad de aurora,
se alejará en la sombra creciente del recuerdo.

                II

Yo seguiré soñando mientras pasa la vida,
y quizás, poco a poco, dejaré de hacer versos,

bajo el vulgar agobio de la rutina diaria,
de las desilusiones y los aburrimientos.

Tú, que nunca soñaste más que cosas posibles,
dejarás, poco a poco, de mirarte al espejo.

                III

Acaso nos veremos un día, casualmente,
al cruzar una calle, y nos saludaremos.

Yo pensaré quizás: «Qué linda es, todavía».
Tú, quizás pensarás: «Se está poniendo viejo».

Tú irás sola, o con otro. Yo iré solo, o con otra.
O tú irás con un hijo que debiera ser nuestro.

                IV

Y seguirá muriendo la vida, año tras año,
igual que un río oscuro que corre hacia el silencio.

Un amigo, algún día, me dirá que te ha visto,
o una canción de entonces me traerá tu recuerdo.

Y en estas noches tristes de quietud y de estrellas,
pensaré en ti un instante, pero cada vez menos.

                V

Y pasará la vida. Yo seguiré soñando,
pero ya no habrá un nombre de mujer en mi sueño.

Yo ya te habré olvidado definitivamente,
y sobre mis rodillas retozarán mis nietos.

Y quizás, para entonces, al cruzar una calle,
nos vimos frente a frente, ya sin reconocernos.

                VI

Y una tarde de sol me cubrirán de tierra,
las manos, para siempre, cruzadas sobre el pecho.

Tú, con los ojos tristes y los cabellos blancos,
te pasarás las horas bostezando y tejiendo.

Y cada primavera renacerán las rosas,
aunque ya tú estés vieja, y aunque yo me haya muerto.

miércoles, 4 de febrero de 2015

El Robo con violencia de camino a casa es accidente de trabajo?

Los tribunales estudian con frecuencia casos de accidentes laborales 'in itinere', pero su interpretación no es unánime. Las diversas sentencias dictadas al respecto van marcando las líneas a seguir.


Un accidente de coche al ir a la oficina, una caída de vuelta a casa, o un robo con violencia en el trayecto hacia el domicilio particular. La casuística de los accidentes de trabajo in itinere, aquellos que se producen en el trayecto de ida o vuelta entre el domicilio y el lugar de trabajo, es tan amplia que los tribunales han tenido que pronunciarse en numerosas ocasiones en función de cada caso concreto para determinar si se trata o no de contingencias laborales.
El artículo 115.2 de la Ley General de la Seguridad Social contempla los accidentes que sufren los empleados al ir o volver de la oficina dentro del ámbito del accidente de trabajo, pero ha sido a base de sentencias de los tribunales como se han ido delimitando los casos que entran dentro de un concepto que aparece regulado de forma muy amplia.
Recientemente, una sentencia del Tribunal Supremo ha considerado accidente in itinere el robo con violencia sufrido por una trabajadora en el trayecto del trabajo a su casa. Concretamente, se trataba de la empleada de un estanco que, tras cerrar el local a las ocho de la tarde, fue víctima de un robo. El suceso le causó una incapacidad temporal por trastorno adaptativo.

Gran variedad de casos

Entre las numerosas sentencias que han dictado los tribunales a favor de reconocer la circunstancia de accidente de trabajo in itinere aparecen casos como el de un hombre que fue asesinado cuando accedía a su domicilio procedente del trabajo, otro que sufre un infarto de miocardio cuando esperaba el autobús de la empresa, o el accidente ocurrido durante el regreso al domicilio familiar de un empleado desde el lugar de trabajo al que había sido desplazado por la empresa. También se ha reconocido como accidente de trabajo la caída por las escaleras de una mujer en el edificio donde se ubica su domicilio, cuando se dirigía al trabajo. Sin embargo, no hay unanimidad al decidir sobre estos supuestos y los tribunales tienen que interpretar en cada caso si se cumplen o no los requisitos.
Sin embargo, tanto el juzgado de lo social como el Tribunal Superior de Justicia de Galicia negaron la posibilidad de considerarlo accidente de trabajo al entender que el robo no se produjo con intención de sustraerle la recaudación de la caja del estanco. No opina lo mismo el Tribunal Supremo, que ha rechazado esta interpretación afirmando en esta sentencia que el ataque sufrido por un trabajador por parte de terceros debe ser considerado accidente de trabajo siempre que no obedezca a razones personales entre el agresor y el agredido.
El Alto Tribunal argumenta su postura comparando el caso de la víctima del robo con otros sucesos ya estudiados por la Justicia. Señala, por ejemplo, el caso de un trabajador que murió en una trifulca con un compañero a causa de problemas personales en torno a la esposa de uno de los afectados. En ese caso se descartó la consideración de accidente de trabajo.
En muchos casos, el accidente tiene que ver con el tipo de transporte que se utiliza. Hace unos meses, el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña dictaba una sentencia en la que calificaba de accidente in itinere la caída de un trabajador que se desplazaba de la oficina a su casa en patinete y que le causó diversas fracturas.
En este caso, el tribunal tomó la decisión de considerarlo accidente de trabajo in itinere por "haberse producido el desplazamiento entre el centro de trabajo y el domicilio habitual, en el trayecto habitual y con un medio idóneo de transporte". En este sentido, la sentencia apuntaba que "el uso del patinete tiene como finalidad principal un rápido desplazamiento desde el centro de trabajo al domicilio habitual" y ello hace que sea considerado un medio de transporte "idóneo".
Además, el tribunal explicaba que otros medios de transporte de ese tipo, como la bicicleta, han sido admitidos en estos casos. Eso sí, advertía de que si se incluye en el trayecto una marcha de entretenimiento deportivo antes de llegar al domicilio aumentando el tiempo, el recorrido y desviándose del camino habitual, no puede ser considerado accidente de trabajo.
La clave para que se declare la contingencia laboral en este tipo de desplazamientos es que se cumplan una serie de requisitos: que suceda en el trayecto de ida al trabajo o regreso al domicilio, que se use el camino habitual y que no haya interrupciones temporales o desviaciones (que podrían romper el nexo causal entre la lesión y el trabajo).
Además, los tribunales también han valorado el hecho de que el accidente pueda estar relacionado con una imprudencia grave y consciente por parte del trabajador, aunque aquí también hay lugar para interpretaciones: por ejemplo, la infracción de alguna norma de tráfico no tiene por qué implicar, de por sí, una imprudencia.
Aunque las bases parecen estar claras, la amplia casuística que sigue llegando a los tribunales pone de manifiesto que sigue habiendo recorrido en este ámbito tan amplio del Derecho laboral.
Las reglas básicas
- El hecho de que se considere o no accidente de trabajo in itinere tiene una incidencia directa en la cuantía de la prestación o el subsidio a que tenga derecho el empleado.

- Los accidentes de este tipo han dado lugar a una enorme casuística jurisprudencial, pero hay unas bases claras al respecto.
- El domicilio del trabajador ha de ser el habitual, incluyendo no sólo el legal, sino también el real o incluso el familiar o el de vacaciones. Lo importante es que el lugar de trabajo sea el punto de destino o de partida.
- El medio de transporte utilizado para desplazarse ha de ser normal o idóneo, entendido como aquél que no aumente innecesariamente el riesgo durante el desplazamiento.
- El trayecto seguido debe ser el adecuado, que no tiene por qué ser siempre el mismo ni tampoco el más corto.
- El tiempo invertido en el desplazamiento debe ser el normal, sin interrupciones injustificadas que interrumpan el nexo de causalidad, lo que en ocasiones genera valoraciones contradictorias en relación con la duración y el motivo de la interrupción.

martes, 3 de febrero de 2015


LA IMPARCIALIDAD JUDICIAL
Y
LA FUNCIÓN DEL JUEZ EN EL PROCESO CIVIL
Adolfo Alvarado Velloso

Latinoamérica no está conforme con su sistema de justicia. Hay descontento generalizado en la gente y existe recurrente sensación de perpetuo desamparo en el hombre común que sufre la injusticia desde antaño.
El legislador procesal de nuestros países no encuentra solución alguna que ponga fin al problema, pues se concreta a hacer continuas modificaciones a los regímenes vigentes en América que, a la postre, son siempre más de lo mismo, pues toda reforma pasa por hacer más autoritaria la actuación de los jueces, más restringida la defensa de los derechos de los particulares, más exiguos los plazos procesales para las partes, más angustiosa la labor abogadil, más creaciones procedimentales que se convierten en verdaderas trampas para los litigantes, etc.
A mi juicio, esto ocurre pues no se ha logrado realizar hasta ahora un diagnóstico auténtico y serio del gravísimo problema que nos aqueja y, por ende, aún estamos buscando soluciones que creo nos hallamos lejos de encontrar.
1 Resumen de la conferencia a pronunciar en el Congreso Nacional de Derecho Procesal “Homenaje al Dr. Román J. Duque Corredor” en el Centro Insular de Estudios de Derecho,
Porlamar, 18 de abril de 2008.
2 Profesor de Teoría General del Proceso. Presidente del instituto Panamericano de Derecho
Procesal.
Como forma de brindar algún paliativo eficiente a tanto descontento, muchos jueces en América han comenzado a apartarse de la ley –en rigor, del orden jurídico imperante– produciendo con ello una profunda grieta en la jurisprudencia, que muestra hoy la existencia de variadas decisiones asistémicas. Y todo ello, en pos de una difusa meta justiciera que quiere lograrse al amparo de nuevas ideas filosóficas que pregonan la existencia de un posmodernismo judicial que aconseja superar a cualquier precio la endémica ineficiencia
del proceso.
De ahí que cierta doctrina actual propone con insistencia abandonar para siempre el método de debate conocido como proceso y suplantarlo con la mera sagacidad, sapiencia, dedicación y honestidad de la persona del juez, a quien cabe entregar toda la potestad de lograr autoritariamente esa justicia
dentro de los márgenes de su pura y absoluta subjetividad. Con esta base, muchos jueces pregonan la necesidad de resolver de inmediato toda suerte de litigio, con abandono de la previa y necesaria posibilidad
de discusión. Ello –conocido en la sociología tribunalicia como decisionismo judicial– ha hecho retroceder a la civilidad varios siglos en las conquistas constitucionales.
Para evitar esa disvalía, creo que lo que corresponde hacer es un diagnóstico que remarque y apunte que la raíz matriz del problema se encuentra en el sistema mismo de enjuiciamiento –el inquisitivo– aplicado por los jueces en su tarea de hacer justicia mediante el hallazgo de la verdad real en cada caso concreto. Y, además, proclamar la necesidad de alejarse rápidamente de él y, con ello, evitar sus miasmas y calamidades, que han azotado a América durante más de quinientos años. Esto es lo que está haciéndose – precisamente– en materia penal en importante número de países que han adoptado el sistema acusatorio de enjuiciamiento.
Para ello, lo primero será advertir que el proceso sólo es medio pacífico de debate –y no método de investigación –como se lo ve hoy en la mayoría de nuestros países– y que la función primordial de los jueces es procurar y asegurar la paz social. Y no otra. La tarea no es sencilla. Hay que fijar nuevos paradigmas, cambiar el modo de pensar el derecho que exhiben jueces y abogados, privilegiar –y acatar– la Constitución por sobre la ley procesal, entender que todo lo atinente al valor justicia es de carácter relativo y que la búsqueda de la verdad –que tanto preocupa hoy a nuestros jueces– es problema que no interesa primordialmente al Derecho, cuya finalidad primaria es lograr y mantener la paz de los hombres que conviven en un tiempo y lugar determinados.
Toda explicación del tema debe pasar por una obligada referencia inicial a la causa del proceso: el conflicto intersubjetivo de intereses.
En esa tarea, creo que es fácil de imaginar que un hombre viviendo en soledad (Robinson Crusoe en su isla, por ejemplo) tiene al alcance de la mano y a su absoluta disposición todo bien de la vida suficiente para satisfacer sus necesidades. En tales condiciones es imposible que él pueda, siquiera, concebir la idea que actualmente se tiene del Derecho.
Fácil es también de colegir que este estado de cosas no puede presentarse permanentemente en el curso de la historia; cuando el hombre supera su estado de soledad y comienza a vivir en sociedad (en rigor, cuando deja simplemente de vivir para comenzar a convivir), aparece ante él la idea de conflicto: un mismo bien de la vida, que no puede o no quiere compartir, sirve para satisfacer el interés de otro u otros de los convivientes y, de tal modo, varios lo quieren contemporánea y excluyentemente para sí con demérito de
los apetitos o aspiraciones de alguno de ellos.
Surge de esto una noción primaria de obvia recurrencia en el plano de la realidad social: cuando un individuo (coasociado) quiere para sí y con exclusividad un bien determinado, intenta implícita o expresamente someter a su propia voluntad una o varias voluntades ajenas (de otro u otros coasociados): a esto le asigno el nombre de pretensión.

Si una pretensión es inicialmente satisfecha (porque frente al requerimiento "¡dame!" se recibe como respuesta "te doy"), el estado de convivencia armónica y pacífica que debe imperar en la sociedad permanece incólume. Y en este supuesto no se necesita el Derecho. Pero si no se satisface (porque frente al requerimiento "¡dame!" la respuesta es "no te doy") resulta que a la pretensión se le opone una resistencia, que puede consistir tanto en un discutir cuanto en un no acatar o en un no cumplir un mandato vigente. El fenómeno de coexistencia de una pretensión y de una resistencia acerca de un mismo bien en el plano de la realidad social, recibe la denominación de conflicto intersubjetivo de intereses. Como es obvio, el estado de conflicto genera variados y graves problemas de convivencia que es imprescindible superar para resguardar la subsistencia misma del grupo.
De ahí que se haya procurado desde siempre buscar sus posibles soluciones. Parece razonable imaginar que en los primeros tiempos se terminaba sólo por el uso de la fuerza: el más fuerte, el que ostentaba armas, el más veloz, hacía prevalecer su voluntad sobre el débil, el indefenso, el lento. Si se imagina un dibujo esquemático de esta solución cabe verlo, simplemente, como uno contra otro: dos, antagónicos y naturalmente desiguales, en lucha en la cual ganará invariablemente el que tenga más fuerza.
Y esta solución es disvaliosa pues el uso indiscriminado de la fuerza no asistida por la razón genera destrucción. En algún momento de la historia se trocó el uso de la fuerza por el uso de la razón. Y ello generó el diálogo, que posibilitó la autocomposición y, con ella, las variadas formas imaginables para terminar un conflicto.
Cuando la autocomposición no se logró, la civilidad otorgó, como alternativa final para evitar la justicia por mano propia, la posibilidad de ocurrir al proceso público Si se imagina ahora un dibujo esquemático de esta solución, habrá que verlo así: dos antagónicos y desiguales dialogando ante un tercero que los iguala jurídicamente en el debate a raíz de las calidades que debe exhibir en todo tiempo: impartialidad, imparcialidad e independencia. Si la idea de proceso se vincula histórica y lógicamente con la necesidad de
organizar un método de debate dialogal y se recuerda por qué fue menester ello, surge claro que la razón de ser del proceso no puede ser otra que la erradicación de la fuerza ilegítima en el grupo social, para asegurar el mantenimiento de la paz y de normas adecuadas de convivencia. Así concebido, debo remarcar que el proceso no es meta a cumplir o lograr sino, en cambio, es método para llegar a una meta.
De tal forma, se presenta lógicamente como un instrumento neutro para la consecución de su objeto: la sentencia.
Por eso es que el mejor intento de hacer justicia en un caso concreto no puede vulnerar el método mismo de la discusión. De así hacerlo y, a raíz de ello, un juzgador privilegiare la obtención de la meta por sobre la legitimidad del método, estaría dando razón postrera a Maquiavelo: el fin justifica los medios. El método procesal consiste en una secuencia o serie invariable de actos que se desenvuelven progresivamente y están dirigidos a obtener la resolución de un litigio mediante un acto de autoridad.
Lo más importante de recalcar acerca de la serie es que, con ella, el juez puede igualar jurídicamente a quienes son naturalmente desiguales.
Y para ello, cualquier normación del método debe estar orientada por dos principios cardinales de irrestricta vigencia: la igualdad de las partes y la imparcialidad del juzgador.
Si ellos no se respetan en cualquiera y en todo caso, se estará frente a un proceso aparente y no ante uno verdadero que, en su esencia, exige la concurrencia de esos principios verdaderamente cardinales que hacen a la idea misma y lógica del proceso.

1) El principio de igualdad de las partes 

Esencialmente, todo proceso supone la presencia de dos sujetos (carácter dual del concepto de parte) que mantienen posiciones antagónicas respecto de una misma cuestión (pretensión y resistencia). Tan importante es esto que todas las constituciones del mundo consagran de modo expreso el derecho de igualdad ante la ley, prohibiendo contemporáneamente algunas situaciones que implican clara desigualdad: prerrogativas de sangre y de nacimiento, etc. En el campo del proceso, igualdad significa paridad de oportunidades y de audiencia; de tal modo, las normas que regulan la actividad de una de las partes antagónicas no pueden constituir, respecto de la otra, una situación de ventaja o de privilegio, ni el juez puede dejar de dar un tratamiento similar a ambos contendientes. La consecuencia natural de este principio es la regla de la bilateralidad o contradicción: cada parte tiene el irrestricto derecho de ser oída respecto de lo afirmado y confirmado por la otra. En otras palabras: igualdad de ocasiones de instancias de las partes.

2) El principio de imparcialidad del juzgador

De tanta importancia como el anterior es éste, que indica que el tercero que actúa en calidad de autoridad para procesar y sentenciar el litigio debe ostentar claramente ese carácter: para ello, no ha de estar colocado en la posición de parte (impartialidad) ya que nadie puede ser actor o acusador y juez al mismo tiempo; debe carecer de todo interés subjetivo en la solución del litigio (imparcialidad) y debe poder actuar sin subordinación jerárquica respecto de las dos partes (independencia). Esto que se presenta como obvio —y lo es— no aparece como tal a poco que se quiera estudiar el tema en las obras generales de la asignatura. Se verá en ellas que, al igual que lo que acaece con el concepto de debido proceso, la mayoría se maneja por aproximación y nadie lo define en términos positivos. En realidad, creo que todos -particularmente los magistrados judiciales-sobreentienden tácitamente el concepto de imparcialidad pero-otra vez- nadie afirma en qué consiste con precisión y sin dudas. Por eso es que se dice despreocupada -y erróneamente- que los jueces del sistema inquisitivo pueden ser y de hecho son imparciales en los procesos en los cuales actúan.
Pero hay algo más: la palabra imparcialidad significa varias cosas más que son diferentes a la falta de interés que comúnmente se menciona en orden a definir la cotidiana labor de un juez.
Por ejemplo, exige una definitiva
• ausencia de prejuicios de todo tipo (particularmente raciales o religiosos) respecto de las partes litigantes y del objeto litigioso,
• e independencia de cualquier opinión y, consecuentemente, tener oídos sordos ante sugerencia o persuasión de parte interesada que pueda influir en su ánimo,
• y no identificación con alguna ideología determinada,
• y completa ajenidad frente a la posibilidad de dádiva o soborno,
• y a la influencia de la amistad, del odio, de un sentimiento caritativo, de la haraganería, de los deseos de lucimiento personal, de la figuración periodística, etcétera.
• Y también es no involucrarse personal ni emocionalmente en el meollo del asunto litigioso
• y evitar toda participación en la investigación de los hechos o en la formación de los elementos de convicción
• así como de fallar según su propio conocimiento privado del asunto.
Si bien se miran estas cualidades definitorias del vocablo, la tarea de ser imparcial es asaz difícil pues exige absoluta y aséptica neutralidad, que debe ser practicada en todo supuesto justiciable con todas las calidades que el vocablo involucra.
* * *
El diseño triangular del proceso que imaginó la civilidad auténtica para lograr la paz de los pueblos y que rigió desde que la razón de la fuerza fue trocada por la fuerza de la razón, con un juez que aseguraba la igualdad de los parciales con su propia imparcialidad, cambió por contingentes razones políticas que no han sido superadas hasta hoy.
Sabido es que, a raíz de lo actuado en el Concilio de Letrán (1215), se inauguró una organización que se dedicó a la búsqueda de pecadores (la llamada Inquisición episcopal) y que luego se impuso la meta de descubrir delitos eclesiales (la llamada Inquisición papal o Inquisición medieval) para terminar investigando delitos seglares (mediante la conocida como Inquisición española). Y con ello se generó un nuevo método de enjuiciamiento –por supuesto, penal– muy alejado en su estructura de aquél que la pacificación de los pueblos supo conquistar y que ya presenté con una figura triangular que siguió practicándose para todo lo que no fuera delito.
Porque ese método era practicado por una organización conocida como Inquisición, pasó a la historia con el nombre de método inquisitorio (opuesto a acusatorio) o inquisitivo (opuesto a dispositivo). Y así se lo conoce hasta hoy como sistema de enjuiciamiento.
Veamos ahora en qué consistía en la antigüedad al igual que lo es al día de hoy.
El propio pretendiente, convertido ahora en acusador de alguien (a quien seguiré llamando resistente para mantener la sinonimia de los vocablos utilizados) le imputaba la comisión de un delito.
Y esa imputación –he aquí la perversa novedad del sistema– la hacía ante él mismo (atención: no ante un tercero) como encargado de juzgarla oportunamente. Por cierto, si el acusador era quien afirmaba (comenzando así con el desarrollo de la serie) resultaba elemental que sería el encargado de probarla. Sólo que –otra vez– por sí y ante sí, para poder juzgar luego la imputación después de haberse convencido de la verdad de la propia imputación...
Por obvias razones, este método de enjuiciamiento no podía hacerse en público.
De allí que las características propias del método eran:
• el juicio se hacía por escrito y en absoluto secreto;
• el juez era la misma persona que el acusador y, por tanto, el que iniciaba los procedimientos, bien porque a él mismo se le ocurría o porque admitía una denuncia nominada o anónima;
• como el mismo acusador debía juzgar su propia acusación, a fin de no tener cargos de conciencia (que, a su turno, también debía confesar para no vivir en pecado) buscó denodadamente la prueba de sus afirmaciones, tratando por todos los medios de que el resultado coincidiera estrictamente con lo imaginado por él como acaecido en el plano de la realidad social;
• para ello, comenzó entonces la búsqueda de la verdad real;
• y se creyó que sólo era factible encontrarla por medio de la confesión; de ahí que ella se convirtió en la reina de las pruebas (la probatio probatissima);
• y para ayudar a lograrla, se instrumentó y reguló minuciosamente la tortura.
Como se ve, método radicalmente diferente al que imperó en la historia de la
sociedad civilizada. Si ahora debo presentar una figura que represente la verdadera estructura de este método de juzgamiento, volveré a utilizar la misma flecha que antes, sólo que ahora el dibujo es diferente: el pretendiente se encuentra arriba y elresistente abajo, mostrando a dos antagónicos y desiguales, con desigualdad notoriamente acentuada pues el pretendiente es nada menos que el juzgador.
Si se analiza con detenimiento este diseño, se advertirá que la idea de opresión aparece asaz clara, tanta es la desigualdad entre pretendiente y resistente, producto de hacer coincidir en una misma persona los papeles de acusador y juzgador.
Las prácticas del método fueron adoptadas por el mayor absolutismo europeo del Siglo XIX y por los grandes movimientos autoritarios que generaron dictaduras que no deben ser olvidadas: Hitler, Mussolini, Stalin.
Paralelamente a lo recién narrado, y a raíz de la notable influencia que tuvo en el mundo la Carta Magna de 1215 y, luego, la Revolución Francesa de 1789, el vasto y notable movimiento constitucionalista que se afincó en el mundo a comienzos del siglo XIX generó el concepto aún no debidamente elaborado de debido proceso como un claro derecho constitucional de todo particular y como un deber de irrestricto cumplimiento por la autoridad.
El sintagma lució novedoso en su época pues, no obstante que la estructura interna del proceso aparece natural y lógicamente en el curso de la historia con antelación a toda idea de Constitución, las cartas políticas del continente no incluyen ―en su mayoría― la adjetivación debido, concretándose en cada caso a asegurar la inviolabilidad de la defensa en juicio o un procedimiento racional y justo.
Más acá de la Carta Magna, el origen generalmente aceptado de la palabra debido se halla en la Quinta Enmienda de la Constitución de los Estados
Unidos de América, al establecer los derechos de todo ciudadano en las causas penales.
Al igual que las de otros países, la Constitución argentina ―cual la chilena― no menciona la adjetivación debido.
Tal vez por esa razón o por la imprecisión terminológica que sistemáticamente emplean los autores que estudian el tema, la doctrina en general se ha abstenido de definir en forma positiva al debido proceso, haciéndolo
siempre negativamente: y así, se dice que no es debido proceso legal aquel en el cual –por ejemplo– se ha restringido el derecho de defensa o por una circunstancia u otra. Esto se ve a menudo en la doctrina que surge de la jurisprudencia de nuestros máximos tribunales.
Veamos ahora la descripción del sistema acusatorio: es un método bilateral en el cual dos sujetos naturalmente desiguales discuten pacíficamente en igualdad jurídica asegurada por un tercero imparcial que actúa al efecto en carácter de autoridad, dirigiendo y regulando el debate para, llegado el caso, sentenciar la pretensión discutida.
Es valor entendido por la doctrina mayoritaria que un proceso se enrola en el sistema dispositivo cuando las partes son dueñas absolutas del impulso procesal y son las que fijan los términos exactos del litigio a resolver afirmando y reconociendo o negando los hechos presentados a juzgamiento, las que aportan el material necesario para probar las afirmaciones, las que pueden ponerle fin al pleito en la oportunidad y por los medios que deseen.
Tal cual se ve, prima en la especie una filosofía absolutamente liberal que tiene al propio particular como centro y destinatario del sistema.
Como natural consecuencia de ello, el juez actuante en el litigio carece de todo poder para impulsar el desarrollo del proceso, debe aceptar como ciertos los hechos admitidos por las partes así como conformarse con los medios probatorios que ellas aporten y debe resolver ajustándose estrictamente a lo que es materia de controversia en función de lo que fue afirmado, negadoy probado en las etapas respectivas.
Este antiguo sistema de procesamiento es el único que se adecua cabalmente con la idea lógica que ya se ha dado del proceso, como fenómeno jurídico irrepetible que une a tres sujetos en una relación dinámica.
Para la mejor comprensión del tema en estudio, cabe recordar que el sistema dispositivo (en lo civil) o acusatorio (en lo penal), se presenta históricamente con los siguientes rasgos caracterizadores:
• el proceso sólo puede ser iniciado por el particular interesado. Nunca por el juez;
• el impulso procesal sólo es dado por las partes. Nunca por el juez;
• el juicio es público salvo casos excepcionales;
• existe paridad absoluta de derechos e igualdad de instancias entre actor (o acusador) y demandado (o reo)
• y el juez es un tercero que, como tal, es impartial (no parte), imparcial (no interesado personalmente en el resultado del litigio) e independiente (no recibe órdenes) de cada uno de los contradictores. Por tanto, el juez es persona distinta de la del acusador;
• no preocupa ni interesa al juez la búsqueda denodada y a todo trance de la verdad real sino que, mucho más modesta pero realistamente, procura lograr el mantenimiento de la paz social fijando hechos litigiosos para adecuar a ellos una norma jurídica, tutelando así el cumplimiento efectivo del mandato de la ley. Por tanto, no se ocupa de probar hechos litigiosos;
• nadie intenta lograr la confesión del demandado o imputado, pues su declaración es un medio de defensa y no de prueba, por lo que se prohíbe su provocación (absolución de posiciones o declaración indagatoria);
• correlativamente exige que, cuando la parte desea declarar espontáneamente, lo haga sin mentir. Por tanto, castiga la falacia;
• se prohíbe la tortura;
• el imputado sabe siempre de qué se lo acusa
• y quién lo acusa
• y quiénes son los testigos de cargo;
• etcétera.
A mi juicio, todo ello muestra en su máximo grado la garantía de la plena libertad civil para el demandado (o reo).
* * *
Como se ha visto antes, la figura central del sistema inquisitivo es el propio Estado (el juez), lo que revela por sí solo su carácter totalitario.
En cambio, el eje central del sistema dispositivo es el hombre actuando en calidad de litigante.
Existe así claro divorcio entre Constitución (que mira hacia un método acusatorio) y Ley (que lo hace hacia un método inquisitivo). Tanto es así que, para terminar, debo recordar que todos los gobiernos autoritarios que hubo en la Argentina desde el año de 1930 hasta el de 1983, derogaron la Constitución nacional o la subordinaron a Reglamentos y Estatutos Revolucionarios.
Paradójicamente, en cambio, todos ellos mantuvieron vigentes las leyes procedimentales que toleraban sus actuaciones autoritarias.
La aceptación que se haga respecto de la existencia de ese divorcio entre ley y Constitución llevará de la mano a un corolario elemental forzoso: si la primera consagra un método de juzgamiento y la segunda —ley superior— otro, la ley procesal es francamente inconstitucional.
De ahí que haya que efectuar notable replanteo de los conceptos que actualmente manejamos acerca del sintagma imparcialidad judicial y, particularmente, cuando lo aplicamos a la actividad probatoria.

COROLARIO
De lo expuesto cabe concluir en que, para ser coherentes con las afirmaciones expuestas precedentemente, debe aceptarse sin más que:
1) Jurídicamente, el proceso es sólo un método de debate que, para su eficaz desarrollo con miras a obtener resultados constitucionalmente legítimos, debe sujetarse durante todo su curso a la presencia de dos principios de vigencia irrestricta: a) la igualdad de los parciales y b) la imparcialidad del juzgador.
2) El único método de enjuiciamiento que responde a estos parámetros es el conocido como acusatorio o dispositivo, en el cual cada uno de los sujetos procesales cumple la tarea asignada por la ley sin poder subrogar de modo alguno la que corresponde a los otros.
3) La imparcialidad del juzgador es lo que asegura la igualdad de los parciales; por ende, la idea expresada debe ser entendida como la sumatoria de tres cualidades esenciales: impartialidad, imparcialidad e independencia.
4) La vigencia de la calidad referida a la impartialidad del juzgador hace que él deba abstenerse de realizar de cualquier forma las tareas propias de las partes litigantes: pretender, afirmar hechos litigiosos, introducir nuevas cuestiones luego de trabada la litis y probar oficiosamente los hechos alegados por ellas, cuya existencia improbada no puede ser suplida por el conocimiento personal que el juez tenga del asunto a fallar.
5) A consecuencia de ello —y en caso de carencia de prueba convictiva— el juez debe fallar conforme lo indican las reglas de la carga probatoria, de aplicación objetiva, y sin necesidad de involucrarse en el problema por justa que le parezca la solución a darle.

ADOLFO ALVARADO VELLOSO

Cómo descubrir a un cliente en una operación de blanqueo

La abogacía internacional ha elaborado una guía en la que explica y detalla las señales de alarma que deben poner sobre aviso a los letrados ante posibles clientes sospechosos de cometer irregularidades.

Varias organizaciones de abogados a nivel internacional –la asociación mundial de abogados (IBA), la Abogacía de Estados Unidos (ABA) y el Consejo de la Abogacía Europea (CCBE)– han lanzado una guía para que los letrados puedan detectar y prevenir casos de blanqueo de capitales en los que estén inmersos sus clientes.
Se trata de un ámbito que cada vez preocupa más a los profesionales del derecho, ya que en muchos países se están introduciendo regulaciones específicas que les obligan a comunicar posibles operaciones sospechosas de sus clientes ante los organismos encargados de luchar contra el blanqueo de capitales (el Sepblac, en España).
Por ello, los abogados deben tomar precauciones al tratar con los clientes, sobre todo teniendo en cuenta que las operaciones de blanqueo tienden a ser cada vez más sofisticadas y, por tanto, más difíciles de detectar. En este sentido, la guía ayuda a los profesionales a identificar las alertas rojas que deben ponerles sobre aviso, y les muestra el camino a seguir con casos que reflejan situaciones reales a las que se puede enfrentar un abogado.
Las recomendaciones de la guía detallan situaciones de riesgo desde diversas perspectivas. Por un lado, aconseja estar atentos al riesgo del país de origen de la operación en la que va a asesorar el abogado, intentando evitar países en los que no haya suficiente regulación contra el blanqueo o donde se pueda estar financiando el terrorismo. Por otro lado, está el peligro que pueda comportar el cliente en sí, como sucede con las personas expuestas políticamente, los clientes que operan a través de intermediarios o aquellos de los que no es fácil obtener información. Finalmente, apunta a la identificación de los servicios que se contratan y alerta, por ejemplo, sobre los casos en los que se pide asesoramiento a un abogado en un área del derecho en la que no sea experto.
La guía recuerda que las recomendaciones deben ser tenidas en cuenta tanto por abogados particulares con pocos recursos, como por despachos profesionales con una mayor estructura. En el caso de firmas más pequeñas explica que, si bien no son capaces de contar con grandes procedimientos de detección, deben buscar asesoramiento si observan alguna situación extraña en sus clientes.
En cuanto a los despachos con una mayor estructura, la guía recomienda tener bien entrenado al personal para que sea capaz de identificar transacciones complejas que, sin querer, puedan involucrar a la firma en algún delito. También deben estar preparados para actuar una vez que se descubre una operación. Las medidas a tomar van desde intentar disuadir al cliente de llevar a cabo una acción determinada, hasta comunicar el caso a mandos superiores, proceder a denunciarlo ante las autoridades competentes, o directamente rechazar el trabajo encargado por el cliente.
Nielson Sánchez Stewart, presidente de la Comisión de Prevención del Blanqueo de Capitales del Consejo General de la Abogacía Española, destaca que uno de los aspectos más importantes de esta guía es que aborda la problemática que existe entre el deber de comunicar las operaciones sospechosas y el deber de secreto profesional de los abogados, un problema que, según asegura, sigue sin entender el Sepblac en España.
Colaboración
Sánchez Stewart, que ha contribuido en la parte española de la elaboración de la guía a través del Consejo de la Abogacía Europea (CCBE), destaca que las medidas que exigen la colaboración de los abogados en la lucha contra el blanqueo están obteniendo un efecto disuasorio, evitando que se acuda a los letrados con estos fines, pero también cree que tiene «una carga de ingenuidad muy grande porque el abogado que está conscientemente involucrado en un caso de este tipo nunca lo va a comunicar al Sepblac». El problema lo tendrá, explica, el profesional que, ignorándolo, esté siendo utilizado por delincuentes con estos fines.

Sánchez Stewart recuerda que en España los abogados deben cumplir cinco obligaciones: conocer al cliente, guardar la documentación por un plazo de diez años, saber de dónde procede el dinero, abstenerse si sospechan que se está blanqueando y comunicar al Sepblac los casos irregulares que detecten.
Señales de alerta roja
La guía muestra numerosos ejemplos de situaciones con las que se pueden encontrar los abogados y que deben ser tenidas en cuenta como posibles señales de alarma:

- El cliente da muestras de secretismo en cuanto a su identidad, el origen de los fondos que maneja o las razones por las que quiere realizar una transacción de una determinada manera.
- Quien contrata los servicios es una entidad o empresa que no aparece en Internet.
- Casos en los que, a través de la estructura o entidad del cliente, es difícil identificar a su verdadero beneficiario, o cuando se opera, sin razón aparente, a través de una persona jurídica.
- Los fondos se reciben o envían a un país extranjero cuando, aparentemente, no existe ninguna vinculación entre ese país y el cliente.
- El cliente está usando varias cuentas bancarias o cuentas en el extranjero sin justificación alguna.
- Casos en los que no hay explicación legítima para el uso intensivo de cheques al portador, una financiación privada desproporcionada o los numerosos pagos en efectivo.
- Supuestos en los que se transfieren entre las partes bienes inmuebles en un período de tiempo inusualmente corto.
- Los clientes se ofrecen a pagar altos honorarios por servicios que realmente no lo justifican.
- Los pagos los realizan terceros desconocidos y lo hacen en efectivo cuando no es una circunstancia habitual.
- Los abogados tienen que actuar como intermediarios financieros, manejando la recepción y transmisión de fondos a través de cuentas que ellos controlan.
El ‘caso Michaud’
En 2012, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos dictó la famosa sentencia ‘Michaud’, que puso sobre la mesa el problema de tener que comunicar a las autoridades operaciones sospechosas de sus clientes y al mismo tiempo respetar su deber de secreto profesional. El fallo de la corte de Estrasburgo llegó después de que un abogado francés recurriera la obligación de informar acerca de sus clientes, invocando el artículo 8 del Convenio Europeo de Derechos Humanos.

El tribunal, que alertó sobre el hecho de que estas comunicaciones podrían ser contrarias al derecho a la intimidad, no le dio la razón, pero por un motivo: en Francia existe un intermediario entre el letrado que comunica una actuación sospechosa y la autoridad de prevención de blanqueo, el colegio de abogados. Esta intermediación permite proteger la confidencialidad y el secreto profesional en el país galo, pero en España no existe este filtro. De ahí que en nuestro país se reclame la creación de un órgano centralizado de prevención para la abogacía, similar al que ya tiene el Notariado.
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